Questo non è un romanzo. E neppure un racconto. Questa è una storia. Inizia con un uomo che attraversa il mondo, e finisce con un lago che se ne sta lì, in una giornata di vento. L’uomo si chiama Hervé Joncour. Il lago non si sa
Del planteamiento. A mediados del siglo XIX el Japón lleva más de dos siglos cerrado a los extranjeros y su contacto con el exterior se limita exclusivamente a pequeños intercambios comerciales en la ciudad de Nagasaki. Esta feroz autarquía obedece a un deseo de preservar sus valores tradicionales, amenazados por el expansionismo occidental, manteniendo aislados su cultura y modos de vida. Sin embargo, lo que no han logrado antes mercaderes chinos, holandeses e ingleses lo van a conseguir los americanos con la persuasión que otorgan las armas y la tecnología, iniciando en el país un periodo de cambios profundos y complicadas guerras civiles. Viajar allí, en aquellos tiempos, es tanto como hacerlo al fin del mundo. Debido a su insólita ocupación eso es, precisamente, lo que hace Hervé Joncour.
Una vez al año.
Al fin del mundo.
Del argumento. Antes y después de los largos viajes a Siria y Egipto -y luego a Japón- nuestro hombre ha vivido su vida del mismo modo en que otros pueden hojear un periódico y leer noticias que no les afectan directamente. Quizá con algo de indolente curiosidad, no más que la de cualquiera que se disponga a mirar el lento desfilar de las estrellas una noche de verano, bajo la tutela de esa clase de disciplina que permite pasar todas las páginas sin saltarse ninguna. Metódica y apacible rutina, hasta que conoce a una misteriosa muchacha. El resultado, según el propio Baricco, no es sólo una historia de amor porque «…si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores, que se sabe muy bien lo que son, pero que no tienen un nombre exacto que los designe. Y, en todo caso, ese nombre no es amor. (Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. Así funciona. Desde hace siglos)».
Del estilo. El autor se vale en la novela de diversos recursos estilísticos propios del lenguaje poético: ritmo y repeticiones, en este caso, que ayudan a crear un relato de exquisita belleza. «Yo no me doy cuenta, pero lo cierto es que voy escribiendo y de repente advierto que me ha salido, por ejemplo, un rondó. A menudo mis libros se pueden leer como una partitura, están construidos sobre una estructura musical». Los capítulos son breves y están escritos con una prosa limpia, casi transparente. Como pequeñas y sucesivas ondas circulares, su lectura va depositando en nuestro ánimo emoción y melancolía a partes iguales. La narración es tan ligera que cuesta imaginar otra que haga tanto honor a su nombre. Unas pocas palabras cada vez, suficientes para captar miradas, gestos y largos silencios.
Tinta negra sobre papel.
Seda.
Del autor. Alessandro Baricco ha ejercido de crítico musical, periodista, dramaturgo y novelista, creado un taller de escritura, dirigido una película y realizado otras actividades cuya prolija enumeración no es el objeto de esta reseña. Sus admiradores dicen que es uno de los mejores escritores de su generación y sus detractores que es un escritor superficial. Tras la publicación de Seda se convirtió en un fenómeno literario mundial aunque, a pesar de sus variadas ocupaciones, es bastante reservado y no suele conceder entrevistas. Como otras grandes novelas, Seda sugiere reflexiones sobre los complicados tratos entre realidad y ficción. Cuenta Baricco en el prólogo de otra novela, que inventó el nombre de Lavilledieu -el pueblo donde vive Hervé Joncour- uniendo dos nombres que encontró al azar en un mapa. Cuando la novela se hizo famosa, recibió una carta del alcalde de una pequeña localidad del sur de Francia invitándole a inaugurar una biblioteca y recibir un homenaje. El pueblo se llamaba Lavilledieu y, sorprendido, sólo por ese motivo decidió aceptar. Al llegar allí, su asombro fue completo cuando supo que la principal actividad en el siglo XIX había sido la cría de gusanos de seda. No hay mucho más que añadir, salvo quizá repetir aquello que el pianista del salón de Madame Blanche murmuraba en voz baja al final de cada pieza:
-Voilà.