Este especial sentido del "nonsense" volvería a aparecer al final de su corta vida: la que fue joven promesa de las letras centroeuropeas, que solía manifestar a amigos y conocidos su premonición de que lo mataría un rayo, encontró la muerte en los Campos Elíseos una tarde de junio, de fuerte viento, cuando la rama de un castaño se desprendió del árbol y lo golpeó en la cabeza. Era 1938 y había tenido que huir de Alemania debido a la persecución nazi, que había declarado prohibidos todos sus libros. Nada personal: simplemente no procedían.
Establecido en Viena hasta el momento del Anschluss alemán de abril tras el cual fueron detenidos setenta mil súbditos austríacos, Horvath se atrevió a regresar a Berlín para realizar trabajos como negro literario. Pero el acoso de las S.A. lo asustó y como a muchos otros no le quedó más remedio que vagar por el continente: Budapest, Trieste, Milán, Praga, Zürich e incluso Barcelona, ciudad desde donde escribiría a una amiga:
"Ya estoy aquí. La ciudad no es especialmente agradable, aunque la cerveza es parecida a la bávara. Acabo de asistir a una corrida de toros. Denigrante. Asquerosa. En dos días vuelvo de nuevo a Marsella. Eso sí que es otra cosa. Con cariño, Ödon."
Sería la última parada antes de su cita en París con el viento y el castaño.
Desconocidos en España, sus libros llegaron a ser especialmente populares en lengua alemana; Horvath tenía en su bolsillo el Premio Kleist, uno de los más prestigiosos, y el mismo Max Reinhardt había producido algunas de sus obras teatrales. Bertolt Brecht hablaba bien de él y también Stefan Zweig lo tenía en un pedestal (Zweig como es sabido se exiliaría, para acabar suicidándose en Brasil).
Horvath escribió dos novelas además de estos dramas satíricos que hoy siguen representándose, y Franz Werfel definió correctamente la más famosa, "La era del pez" ("Jugend ohne Gott", 1937):
"Como ningún otro escritor, Ödön von Horvath nació para agregarle a la literatura la gran demonología de la clase media".
Breve y diáfana, "La era del pez" es bastante más que una obrita menor y no tan inofensiva como aparenta: su crítica a la gente común, como se la suele llamar, indiferente, impertérrita o entusiasta frente la ascensión del mal, no conoce matices sociales ni orientación política, sino que va dirigida directamente al corazón de la humanidad y no está exenta de un vago hálito de odio. Es fácil detectar que este existencialismo de Horvath es de raíz cristiana, propenso a detenerse en las debilidades de esta rara especie sin pasar a mayores; pero sólo es cristiano como pudo haberlo sido Dostoyevski (que reescribía una y otra vez con indecible placer las "partes blasfemas" de sus libros, como él las llamaba) o Charles-Louise Philippe, por citar a dos autores de generaciones diferentes; eslabones en un proceso de desprendimiento que llega hasta nuestros días. No hay en el fondo indicio alguno del asfixiante contexto de la Europa de entreguerras durante la cual fue escrito el texto, aunque sabemos que ese es el ambiente en que vivió, el que reprodujo y al que pretendía dirigirse. Con su natural delicadeza, o con intuición, Horvath prefirió no dar detalles ni alusiones concretas; tampoco lo necesitó para componer un drama criminal cuyos protagonistas son niños.