Qué tienen aquellas mujeres de principio del siglo XX que con solo tocar, con la yema de los dedos, las puertas del infierno las convertían en el jardín de las delicias. Sudar, sangrar, llorar, soñar: dormir o morir, masticar la tierra y beberse a tragos grandes esas puertas, aunque sean las del mismísimo infierno.
Las novelas de Colette siempre me hacen sonreír. Gigi es una sonrisa desdentada y feroz, y sin embargo parece tan tierna… ¿puede ser la ternura, feroz? Puede ser, sobre todo bajo la lente de la lucidez descarnada. Por qué escapa Gigi a la alienación, por qué escapó Colette. Qué ocurre cuando la franqueza es un exceso, cuando vivir es un exceso: pasearse por el quicio de las calles embarradas de Paris, desafiando a la gravedad. ¿Hay algo más abajo del suelo embarrado del París de principios de siglo? Sí, el abismo insondable de la naturalidad.
Mi abuela, que era una mujer de aquellos tiempos, aunque no parisina, vivió estas abundancias, también, en su ambiente rural. Siempre que la recuerdo le acompaña un día lluvioso, tenía ojos de gata triste, como Colette, seguramente, como Gigi. Dónde están sus días luminosos: se los bebió a grandes tragos, como si fueran las puertas del mismísimo infierno, igual que ellas, y me dejó para el recuerdo, sus fríos días de invierno.